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UN CUENTO PARA PENSAR
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UN CUENTO PARA PENSAR

28 de Octubre, 2008  ·  General

PORTAPERTA

 

Un cuento de Alejandro Lanoël D’Aussenac

 

En el sur de Italia hubo una vez una aldea, un pequeño pueblo escondido entre las últimas estribaciones de los montes Apeninos. Allá donde las montañas se pierden entre valles que descienden hasta hundirse suavemente en las costas del golfo de Esquillace.

Ese pueblito se llamaba Portaperta…

-¿Saben por qué se llamaba así? ¿Cuál fue el origen de ese nombre?

Pues, hace muchos años en Portaperta todos sus habitantes eran felices y confiados. Tenían cuanto precisaban para serlo. Lo que necesitaban era justo aquello que poseían. Y eso ya era una bendición del cielo.

No eran ricos, por cierto. Gozaban de lo poco que tenían sin anhelar más que lo mínimo indispensable para subsistir. Y así vivían, compartiendo sus ilusiones y el fruto del trabajo comunitario.

Los productos de la tierra, el denuedo de la diaria faena, todo era distribuido en partes proporcionales al aporte de cada uno de los miembros de cada familia. Y el sobrante se lo entregaban al Ayuntamiento para que se repartiera entre todos con justicia y equidad. Nadie deseaba poseer más que lo que el esfuerzo personal le podía otorgar. Sin duda, una manera sana e inteligente de vivir en comunidad.

En esa región de la campiña calabresa, no muy lejos de Catanzaro, se producía toda clase de alimentos. Eso era lo esencial. Pescados del golfo de Taranto, el dulce vino de Morano Calabro, los mejores quesos de cabra, enormes mortadelas aromatizadas con especias del monte Cocuzzo…

Fuccilis y espaguetis de puro trigo… ¡Los mejores de toda Calabria y alrededores! Tan mentadas eran las pastas de Portaperta que los domingos venían al mercado compradores de Crotone, de Castrovillari y hasta de Consenza.

¿Frutas? ¡Las mejores de la península! Naranjas y ciruelas riquísimas, olivas verdes y negras. Y el olio vergine de Portaperta ¡Qué aceite! ¡Qué aroma!

Portaperta era bella realmente. Los montes del Appennino Calabrese eran un marco precioso que realzaba aquel paisaje de granjas y olivares. Y ese tibio sol del sur, que brillaba exultante en el Mediodía de Italia.

Portaperta era un paraje idílico indudablemente… Un lugar donde todos se conocían, y nadie desconfiaba de nadie.

Todos eran felices…

A su manera eran ricos, pudientes de acuerdo con sus medios reducidos y sus mínimas necesidades.

¡Ah! Olvidaba decirles que “Portaperta” en italiano significa “puerta abierta”.

Se cuenta que una vez llegó a la aldea un buhonero vendedor de cerrojos para puertas. El pobre no vendió nada. Los vecinos de Portaperta no entendían para qué podría servir semejante artilugio.

Portaperta… Puertas abiertas, no sólo de las casas sino del espíritu.

La mansa reciedumbre de aquel pueblo laborioso y honesto se traducía en la hondura de su corazón. Sus sentimientos eran libres y a la vez respetuosos de la moral. Noble en su pobreza rural y férreo en su valor para la lucha por la existencia.

La historia de Portaperta se remontaba a muchos siglos atrás. Nadie sabía cuándo había ocurrido su fundación. Era un hecho que se perdía en las brumas de la leyenda. Los más ancianos contaban que Portaperta ya existía cuando el Reggio di Calabria formaba parte de la provincia Messapia de los antiguos romanos.

Esa historia, narrada con orgullo de padres a hijos, se consideraba un blasón de honor para todos. Un hermoso escudo de piedra desgastada por el tiempo lo recordaba en la fachada de la casa comunal: “Al Muy Noble y Muy Leal Pueblo de Portaperta”.

La banda heráldica de ese escudo recordaba que un rey de Calabria exoneró a los habitantes de la aldea del pago de tributos por su valiente defensa contra las incursiones de los piratas sarracenos que asolaban las costas del reino de las Dos Sicilias.

Pero eso ya era historia… Sólo se mantenía vivo en las narraciones que los ancianos de la aldea acostumbraban contar, sin ostentación ni vanidad, pero con un natural sentido de ufanía popular.

Así transcurría el tiempo, sin más avatares que el duro trabajo cotidiano de los hombres y mujeres de aquel pueblo laborioso.

Pero un día llegó un forastero, un ladrón, un amigo de lo ajeno, un hombre sin escrúpulos, quien al ver aquel fastuoso escudo de piedra y todas las casas con sus puertas abiertas se dijo: ¡Esta es mi oportunidad!

¡Menuda ocasión de alzarse con todo lo que hubiera de valor y luego desaparecer!

Bertone, que así se llamaba el ladrón, venía de una gran ciudad. Por tramposo y mentidor había sido expulsado de la “Honorable Sociedad de la Camorra Napolitana”.

¡Vaya asociación de pícaros donde aquel personaje había aprendido a delinquir!

Pero allí, en Portaperta, Bertone fingió ser un vecino más, un nuevo habitante del pueblo, bien recibido y acogido como un miembro honesto de la comunidad.

Aunque su intención era aviesa. Sólo aguardaba el momento de entrar en todas las casas, robar las joyas, el dinero, cualquier objeto de valor que pudiera servir para sus propósitos, y luego huir rápidamente para no ser descubierto.

Y así lo intentó… Una mañana soleada, cuando los hombres del pueblo se marcharon al campo a trabajar la tierra, Bertone entró en acción.

Todos los niños ya estaban la escuela. Las madres reunidas en el lavadero colectivo y los ancianos sentados en la plaza, conversando de sus cosas, jugando a las cartas o tomando el sol.

Nadie había en el interior de las casas y todas la puertas estaban abiertas. Sin llave, como era la costumbre en Portaperta.

¿Quién iba a desconfiar en ese pequeño pueblo donde todos se conocían? Donde el honor, el respeto y la consideración era el ejemplo esencial de su forma de convivencia.

Pero el canalla de Bertone se llevó un chasco. El ladrón esperaba encontrar anillos, collares, pulseras, algún relicario de plata, un prendedor de oro, huchas con dinero…

¡Pues no había nada de eso!

¿Saben lo que el ladrón encontró en aquellas humildes casas de labriegos?

En todas las habitaciones había toscos muebles de madera, camastros, mesas y bancos, cacharros de alfarería para contener al agua o el aceite, pesados calderos de hierro, cucharones de cobre, mantas y ropa humilde. Pero sobre todo, en esas casas había herramientas de trabajo, azadas, palas, martillos, arados, las cacerolas en los fogones y las ruecas de las abuelas, todos objetos rústicos pero muy útiles.

¡Utilísimos para sus vidas sencillas y laboriosas!

En esas modestas viviendas campesinas había muchas cosas, todas necesarias para sus pequeñas necesidades. Eran enseres propios de sus vidas humildes, dedicadas a las labores del campo, pero ningún objeto de lujo, nada valioso que se pudiera apropiar.

Por eso las puertas de Portaperta siempre estaban abiertas. ¿Qué iban a robar? Todos eran instrumentos marcados por el sudor del esfuerzo cotidiano.

Eran herramientas de trabajo… Y el que trabaja no roba.

Esa fue la lección que un pueblo modesto y trabajador le dio al frustrado ladrón.

Aquí termina esta historia, que no tiene fin… Siempre existirán pillos y amigos de lo ajeno, pero la recompensa del esfuerzo personal se encuentra en el espíritu, como ocurrió en Portaperta, porque el interior de las casas como lo íntimo del alma siempre estarán abiertos a la honradez y la confianza.

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publicado por lanoel a las 20:10 · 1 Comentario  ·  Recomendar
 
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Comentarios (1) ·  Enviar comentario
¡Qué hermoso ejemplo! Muy bueno. Lo busqué en la serie de sus blogs. Este en particular es una obra maestra de la narrativa.
Saludos. Ricardo Fuentes
publicado por Ricardo L. Fuentes, el 21.03.2009 20:06
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Lanoël

ALEJANDRO LANOËL D’AUSSENAC
Escritor - Periodista: Licenciado en Ciencias de la Información. Reside en Palma de Mallorca. Durante 10 años fue Presidente de la Fundación Miguel Ángel Asturias. Dirigió la serie Cuadernos de Cultura del Instituto de Estudios Hispanoamericanos de Baleares. Tiene obras publicadas en España e Iberoamérica. Autor de libros didácticos, estudios críticos y diccionarios. L

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